lunes, 13 de octubre de 2008

Carta al Padre

"A todo ello correspondía además tu superioridad espiritual. Sólo con tu esfuerzo, habías conseguido llegar tan alto, que tenías una confianza ilimitada en tu opinión. De niño, esto no me resultaba tan deslumbrante como después, en mi adolescencia. Desde tu butaca gobernabas el mundo. Tu opinión era justa; cualquier otra era disparatada, extravagante, absurda. La confianza que tenías en ti mismo era tan grande, que no necesitabas ser consecuente para seguir teniendo siempre la razón. Podía ocurrir también que, sobre un asunto, no tuvieses siquiera una opinión formada, y en consecuencia todas las opiniones posibles sobre dicho asunto tenían que ser falsas sin excepción. Por ejemplo, podías echar pestes contra los checos, después contra los alemanes, después contra los judíos, y no sólo en algunos aspectos concretos, sino en todos, y al final no quedaba nadie en pie, salvo tú mismo. En ti observé lo que tienen de enigmático los tiranos, cuya razón se basa en su persona, no en su pensamiento. Al menos, así me lo parecía.
Y frente a mí, tenías en efecto la razón con asombrosa frecuencia: era obvio que la tenías en la conversación, puesto que apenas llegábamos a dialogar, pero también en la práctica. No resultaba muy difícil de comprender: en todo lo que yo pensaba, estaba sometido a tu fuerte presión, incluso cuando mis pensamientos no estaban de acuerdo con los tuyos, y especialmente entonces. Todas aquellas ideas, en apariencia independientes de ti, venían marcadas desde el principio por tu juicio desfavorable; sostener esta situación hasta la plasmación total y permanente del pensamiento era casi imposible. No hablo de pensamientos elevados, sino de cualquier pequeña tentativa infantil. Bastaba con estar contento por cualquier cosa, sentirse colmado por ella, llegar a casa y expresarla, para obtener como respuesta un suspiro irónico, un gesto de negación con la cabeza, unos golpecitos en la mesa con los dedos: "he visto cosas mejores", o "no me vengas con cuentos", o "en qué cabeza cabe", o "qué sales ganando con eso", o "¡vaya acontecimiento!". Naturalmente, no se te podía exigir entusiasmo por cualquier pequeñez infantil, viviendo como vivías, lleno de preocupaciones y ajetro. Tampoco se trataba de esto. Más bien se trataba de que tu personalidad contradictoria te obligaba a ocasionar siempre y profundamente estas decepciones a tu hijo; más aún: esta contradicción se intensificaba incesantemente con la acumulación de material, de suerte que acababa imponiéndose como una costumbre aunque alguna vez tu opinión coincidiera con la mía; finalmente, estas decepciones de niño no eran decepciones de la vida común, ya que, por venir de tu persona (que daba la norma de todas las cosas), llegaban al fondo de mi espíritu. El valor, la firmeza, la confianza, la alegría por tal o cual cosa, no podían durar hasta el fin, si te oponías o si se podía simplemente prever tu oposición, y se podía prever en casi todo lo que yo hiciese".

(...)

"También debería citar aquí las amenazas derivadas de la desobediencia. Cuando yo me ponía a hacer algo que no te gustaba y amenazabas con el fracaso, el respeto a tu opinión era tan grande, que el fracaso era inevitable, aunque tal vez se produjese mucho más tarde. Perdí la confianza en mis propios actos. Me volví inconstante, indeciso. Cuanto más crecía, mayor era el material que podías oponerme como prueba de mi nulidad; poco a poco tuviste efectivamente razón en más de un aspecto. De nuevo me guardaré muy bien de afirmar que sólo por tu causa he llegado a ser como soy; tú no hiciste más que acentuar lo que ya existía; pero lo acentuaste mucho, porque, comparado conmigo, eras muy poderoso y aplicabas a ello todo tu poder".


- Franz Kafka. -

1 acotación/es:

CaZp 24 de octubre de 2008, 4:22 a. m.  

Dura carta la de Kafka, como toda su literatura.
Buen finde!
CaZp

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